Halifax retiene al Titanic que no sucumbió
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El hundimiento de "El Insumergible" dejó un tendal de víctimas a la deriva. Dos días después del desastre, un par de embarcaciones atracadas en el puerto de Halifax (Nueva Escocia, Canadá) zarparon con el objetivo de recuperar los cadáveres. La misión marcó para siempre a la ciudad-puerto, donde descansan los restos de 150 pasajeros y tripulantes del Titanic







Sucedió hace 100 años. "El Insumergible" zarpaba de Southampton (Reino Unido) con bombos y platillos para hacer historia como el buque más grande y poderoso jamás botado al agua. La calamidad esperaba, agazapada, tras una montaña de hielo a la deriva. El transatlántico no estaba destinado a la gloria, sino a colisionar en la inmensidad oceánica. La omnipotencia se había burlado de la omnipotencia, y 2.200 pasajeros y tripulantes habían quedado atrapados en la catástrofe que no podía suceder: el naufragio del Titanic.

En el sálvese quien pueda hubo 1.500 héroes y desdichados, y 700 villanos y afortunados. Los primeros no tuvieron opción o, teniéndola, pusieron al prójimo por delante de sí mismos y perecieron. Los segundos lograron meterse en los codiciados botes salvavidas y vivieron para contar la tragedia. Los primeros se ahogaron encarcelados en el barco o agonizaron congelados en el mar abierto. Los segundos fueron rescatados horas después por El Carpathia, un barco de la Cunard Lines que navegaba cerca de la zona del desastre, y desembarcaron en el puerto de Nueva York. Los primeros pasaron a mejor suerte, pero no al olvido: Halifax estuvo allí para impedirlo.

Historia póstuma

Al Titanic se lo tragó "El Nahuelito" que habita en las cavernas submarinas del Atlántico Norte. La deglución se consumó en apenas dos horas y 40 minutos. A las 2.20 de la madrugada del 15 de abril de 1912 ya no quedaba nada de la nave insignia de la White Star Line. En el horizonte, sólo balsas atestadas de almas aturdidas, e incontables moribundos vanamente aferrados a flotadores y maderos.

La noticia del naufragio, mientras tanto, corre con las zapatillas de Usain Bolt. Al día siguiente, una White Star Line desfalleciente posa la mirada sobre el puerto de Halifax (Nueva Escocia, Canadá), y, más precisamente, sobre el Mackay-Bennett y el CS Minia, dos embarcaciones preparadas para reparar cables telegráficos submarinos. Acuciada por el desprestigio -y con un millar y medio de muertos sobre sus espaldas-, la naviera encarga a ambos barcos el rescate de los cadáveres que han quedado flotando en el área del naufragio (ocurrido a 400 millas náuticas o 741 kilómetros al sudeste de la isla de Newfoundland). El contrato cerrado en un pispás dispone que, por sus servicios, cada buque percibirá 550 dólares diarios, suma equivalente a tres pasajes y medio de primera clase del transatlántico hundido.

La misión conmociona a Halifax, ciudad que, de súbito, se ve involucrada (con un papel central) en la historia póstuma del Titanic. La tripulación del Mackay-Bennett y el CS Minia es ducha en las corrientes oceánicas y conoce los caprichos de los icebergs del Atlántico Norte. Además, tiene oficio en la manipulación de balsas y el registro meticuloso de los hechos sucedidos en alta mar. El 17 de abril de 1912, el Mackay-Bennett zarpa con 100 toneladas de hielo; 125 ataúdes; una dotación de ung�entos para embalsamar y tres ministros de la Iglesia Anglicana. Al partir, el capitán Frederick Harold Larnder calcula que su nave arribará a la escena de la tragedia tres días más tarde. El 22 de abril, el CS Minia hace lo propio. Mientras tanto, parientes y amigos de las víctimas llegan a Halifax con la esperanza de hallar noticias de los suyos.

Símbolo de la tristeza

Conforme avanza la marcha, aparece el paisaje ártico en el que sucumbió el Titanic. El ingeniero Frederick A. Hamilton, a bordo del Mackay-Bennett, describe a los icebergs errantes como sólidas masas de hielo contra las que el mar choca furiosamente formando géiseres, columnas de bruma, cascadas de espuma y resquebrajamientos. "Las montañas gélidas se mueven para todos lados", anota el técnico en su diario de viaje.

Y entre los cubitos monumentales, un mar de cadáveres y de pedazos del transatlántico desparramados por doquier. A los pocos días, se agotan los cofres y productos para embalsamar. Las leyes de seguridad e higiene ponen en aprietos al Mackay-Bennett y su capitán decide que, en adelante, sólo serán preservados los cuerpos de pasajeros de la primera clase. Los demás son arrojados nuevamente al mar previo servicio religioso y rigurosa documentación. En el brete, Larnder prioriza los restos de eventuales propietarios razonando que la constatación del deceso puede ayudar a resolver problemas sucesorios. Aún en la muerte, la riqueza "salva" a unos como la pobreza "condena" a otros.

Entre los primeros está el magnate John Jacob Astor IV, quizá el hombre más rico del universo Titanic; el empresario Isidor Straus, dueño de la tienda de departamentos Macy's y el prominente arquitecto Edward Austin Kent. Al lado de esos hombres con nombre propio, fortuna y causahabientes descansa el niño anónimo y de aspecto humilde que los marineros del Mackay-Bennett erigen en símbolo de su luctuosa travesía.

Pies descalzos

Más de 200 cadáveres desembarcan en Halifax en mayo de 1912. La ciudad entera acude al puerto y es testigo del descenso de los cuerpos a tierra firme. Las diferencias económicas y sociales siguen manifestándose: las víctimas de la primera clase ocupan los ataúdes disponibles, mientras que el resto de los pasajeros y tripulantes reposa dentro de sacos y bolsas.

En el gentío hay mucho curioso entusiasmado con la posibilidad de "guardar" un recuerdo del Titanic. Clarence Northover, sargento de la Policía de Halifax, advierte la avidez de los cazadores de souvenirs y, tras el registro de señas y objetos personales, incinera la vestimenta de las víctimas. En el procedimiento, halla los zapatitos de cuero marrón del niño que había desarmado a los marineros del Mackay-Bennett. Conmocionado, el sargento aparta el calzado con la intención de entregarlo al familiar que reclame los restos del chico. Pero nadie se presenta y los zapatitos terminan en el armario del policía.

Jack y Joseph

Tres cuartas partes de los cadáveres recuperados por el Mackay-Bennett y el CS Minia se quedan en Halifax para siempre. Pese al esfuerzo de las autoridades canadienses y de la naviera, 40 víctimas no pueden ser identificadas: el obstáculo es sorteado con la asignación de un número, el mismo que fue grabado -y permanece inscrito- en las piedras de los cementerios Fairview Lawn, Mount Olivet y Barón de Hirsch. El apellido (cuando hay) y la fisonomía física determinan el camposanto: los protestantes van al primero; los católicos, al segundo y los judíos, al tercero.

El Fairview Lawn, de gestión municipal, recibe la mayor cantidad de restos. En esa necrópolis, la White Star Line compra una fracción de tierra y encarga una serie de lápidas pequeñas de granito negro. Las diferencias de clase vuelven a irrumpir porque las víctimas con familiares y amigos pudientes obtienen piedras y monumentos más sofisticados. Esa liberalidad in extremis beneficia, por ejemplo, al tripulante Ernest Edward Samuel Freeman. En su honor, J. Bruce Ismay, dueño y sobreviviente del Titanic, e hijo del fundador de la White Star Line, costea una lápida imponente con la siguiente leyenda: "permaneció en su puesto de trabajo intentando salvar a otros y se hundió con el barco".

Tras una colecta, el personal del Mackay-Bennett levanta un monolito para el "niño desconocido": con el transcurso del tiempo, esta tumba se convierte en la atracción número uno del Fairview Lawn. En 2010, y gracias a los zapatitos que conservó el sargento Northover, los investigadores concluyen que la criatura se llama Sidney Leslie Goodwin, que tenía 19 meses cuando pereció y que se había embarcado en el Titanic junto a su familia de ocho miembros. Ninguno había logrado salvarse y sólo había aparecido el cuerpo del más pequeño del grupo.

Cerca de Goodwin y su "camarote" final decorado con juguetes y peluches están los sepulcros de Everett Edward Elliot y William Cox, dos héroes de la tragedia que, según la leyenda, lucharon con fiereza para ubicar a mujeres y niños en los botes salvavidas. También hay una lápida simple con la inscripción "J. Dawson, 227", que los fanáticos del Titanic suelen asociar erróneamente con el personaje que Leonardo Di Caprio interpretó en la película de James Cameron. El Dawson enterrado en Fairview se llama Joseph, mientras que el de Hollywood fue bautizado como Jack: el apellido fue mera coincidencia.

Insumergible de verdad

El Titanic pervive en Halifax como William Shakespeare en Stratford-upon-Avon (Reino Unido) y Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares (España). De la nave anclada a 4.000 metros de profundidad no cesan de brotar detalles y noticias (como la identificación de una nueva víctima) que fogonean su ya de por sí atrapante historia. Y, si bien la exploración de la estructura sumergida está fuera del alcance del común de los mortales, la ciudad canadiense brinda la oportunidad de recrear la vida y muerte en el buque a partir de la exposición permanente del Museo Marítimo del Atlántico, de donde provienen los datos que presenta este reportaje. Objetos de toda índole (desde una reposera hasta un gabinete de madera exquisitamente labrada) ayudan a imaginar cómo pasaban las horas en el transatlántico, mientras este navegaba hacia su destino final.

Pero es en el cementerio municipal Fairview Lawn donde la catástrofe alcanza una dimensión más completa y compleja, merced a las lápidas innominadas y a los tributos que peregrinos de todo el planeta continúan ofreciendo a las víctimas del barco que se fue a pique. El Titanic flota en la memoria de Halifax, libre, por fin, de todo riesgo de naufragio.
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